MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

jueves, 22 de diciembre de 2011

Del humo...

Esto nunca se lo había dicho a nadie. Uno tiene miedo de que no le crean, de que lo tomen por un loco. Sin embargo, hoy es uno de esos días en que es necesario revelar secretos. Uno de esos días en que los secretos se han hinchado tanto que o se sacan o explotan y lo dejan a uno deshecho. Hay otros tantos secretos que podría contar –bueno, quizá no tantos- pero éste parece ser el de hasta arriba del bote. Parece que hasta no quitarlo del medio, me será imposible sacar cualquier otro. En verdad que cuando lo pienso no parece tan terrible, es sólo que esta aparente pasividad suya me asusta aun más. Como si fuera una inocencia fingida que realmente sólo espera la oportunidad para ser astutamente cruel. De cualquier modo, no hay manera de evadirlo más. Tarde o temprano iba a tener que afrontarlo. Ahora no sé si es más temprano que tarde, pero lo haré.

Yo de chico podía convertirme en humo. Ya está, lo he soltado. A que no parece tan terrible. El problema –aunque no sé exactamente por qué es un problema- radica en que es cierto. Sin más, podía hacerlo. Por muchos años (alrededor de unos once) fue así. Recuerdo la sensación de ir haciendo espirales por el aire, el vértigo de que llegara un viento y me esparciera por ahí, la delicia de la sorpresa: nunca habían dos vientos iguales, los ángulos de “ataque” eran infinitos.  La sensación de flotar, la ausencia de peso, de algo que me asiera a la tierra era la sensación de la libertad perfecta. Es raro, porque no tengo cómo comparar esa libertad, no me ha vuelto a pasar, y sin embargo sé que era eso.  También dependiendo de mi estado de ánimo previo al estado-humo se daba la espesura. Estaba ese humo blando, más blanco y lechoso, suave, casi palpable; estaba el humo raquítico, demasiado gris y escaso, por lo general agrio; estaba el humo flexible, ese que hace mil piruetas antes de disolverse adaptablemente en la situación, vistoso y simpático a las exigencias, ese con el que los fumadores hacen aros y uno que otro personaje no tan ficticio hace barcos; y bueno, estos tres y sus tantas –me atrevería a decir incontables- variaciones.

¿Es tan difícil de creer? Entiendo que ante mi incapacidad para presentar pruebas, la mayoría de los lectores simplemente abandonarán el texto (probablemente sin terminarlo siquiera) pensando que para presuntuosos, mínimo uno que despliegue su colección de talentos más tangibles y actuales. Pero no hay nada que pueda hacer contra esta decisión. No hay pruebas que pueda presentar. Tan sólo somos yo y mi palabra -o mi palabra y yo para al menos ser cortés si no se me puede atribuir otra virtud en estos momentos. Parece muy conveniente todo esto de hablar de una capacidad en pasado y atribuir a la mala suerte el no poder demostrarla más: pero no lo es. Todo esto tiene una historia más bien triste. Me abstendría de contarla si no fuera porque con tan poca información es necio de mi parte prescindir de aun más datos.

Lo diré de la manera más simple: perdí la capacidad de convertirme en humo el día en que la necesité por primera vez. Así es, antes de ese día siempre había sido un capricho, un talento divertido como tantos que hay en este mundo nuestro. Un talento como el de quedarse sin pestañear por horas o aguantar bajo el agua por cinco minutos, lamerse el codo o hacer malabares con dieciséis pelotas (toda proporción guardada entre unos y otros, y sin analizar furthermore si pueden considerarse o no talentos). Además, era algo muy mío, me parecía tan normal que ni siquiera se me ocurría contárselo a mi madre, mi única confidente en un mundo infantil en el que todos los niños me consideraban lo suficientemente raro como para excluirme de cualquier juego (cabe decir que no les guardo rencor, por el contrario, se los agradezco). Fue gracias a este tipo de comportamientos tan humanos que yo me aislé lo suficiente como para convertirme en humo. Y de ahí en adelante no podía pedir un mejor compañero de juego que el ya mencionado viento. Era mejor que cualquier otro amigo porque era impredecible, característica raramente encontrada en los niños de mi edad (si bien es inherente a las niñas, que sin embargo ni siquiera entraban en mis contemplaciones porque les tenía el asco normal entre géneros a esas edades).

Y bueno, supongo que ya que esto se ha extendido más de lo necesario, debería de hablar del día en que mi talento –y ya no yo- se hizo metafóricamente humo. Como ya he dicho, era un niño solitario, jamás se me veía hablando en clase ni haciendo desmanes en los recesos. Esto no quiere decir que prestara atención, mis notas eran más bien mediocres. No me enteraba de nada, la mayoría de mis materias las pasaba gracias a que despertaba con mis andares tranquilos y callados la simpatía de los maestros, que muchas veces prefieren un chico tonto callado (no es que yo fuera tonto, simplemente mi pienso se iba a otros lugares) que uno demasiado listo. Al verme siempre sentado en el pupitre, observándolos aparentemente con atención, aunque realmente no escuchara ni una sola de sus palabras, valoraban más lo que consideraban mi esfuerzo que mi efectividad real.

Como sea, uno de estos días, ya más bien en mi adolescencia, me sacó de mi ensimismamiento cierta chica. En realidad, había estado en mi clase desde principios del año lectivo, pero yo no le había puesto atención hasta ese momento. Hablé con ella tantas veces como me lo permitió, asediándola con preguntas. Me las respondía todas aunque estoy casi seguro de que su interés por mí era meramente científico. De esas intensas sesiones aprendí que Lea era una estudiante impecable, hacía ballet con devoción  aunque con poca gracia –esto no me lo dijo pero lo comprobé una de las veces que la seguí hasta su academia de baile-, le gustaba el color rojo, su fruta favorita era el mango, quería estudiar biología marina, dormía sobre el costado derecho, tenía dos hermanos y uno de ellos era mudo, le gustaba la lluvia, tocaba el violín, sus padres eran abogados, odiaba los gimnasios pero le gustaban los chicos que iban a ellos, el único sabor de helado que le gustaba era chocolate, le tenía miedo irracional a las tortugas, le daban asco los perros y adoraba como dioses a los gatos, entre otras cosas. Todas estas nimiedades, por simples o triviales que parecieran, habían logrado –con evidente ayuda de mi instinto reproductor- que colocara a Lea sobre un pedestal mental (y otro físico en mi armario, aunque muy discreto eso sí). Sus rarezas me parecían prueba inequívoca de una mente y un alma brillantes, lo suficientemente brillantes como para deslumbrarme. Ergo, sentía un impulso que consideraba casi inhumano (aunque actualmente me doy cuenta de lo animalmente humano que era) de causarle la misma impresión que ella me había causado. Intentaba ser simpático, divertido e inteligente. Pero como me he cansado de mencionar: lo social no era lo mío. Me pasaba horas cada noche analizando un tema, como sabía que ella lo hacía con cualquier cosa que le interesara mínimamente, para tratar de sacar una conclusión inteligente, reflexiva y profunda. Fracasaba. Al tratar de relatarle elocuentemente mis peripecias mentales a Lea, me daba cuenta de la falsedad de mis palabras, de la torpeza de mis procedimientos mentales de análisis, de la obviedad de mis conclusiones. Cada día regresaba a casa con la desesperanza a flor de piel, odiándome por  no poseer algún don especial que pudiera ser admirado por ella. Y así fue como, habiendo pasado un mes desde el día en que me había fijado en Lea, me metí tanto en mis pensamientos que accidentalmente me volví humo. Fui un humo espeso, extremadamente áspero y gris, definitivamente uno de los menos agradables, pero me bastó para tomar la idea: debía mostrárselo. No sé por qué pero me parecía increíblemente claro.

Así fue como al día siguiente me ofrecí a acompañar a Lea a su casa. Aceptó ser escoltada por mí como quien acepta una proyecto fácil, medianamente interesante, pero no muy prometedor. Unas cuadras antes de llegar a su casa le dije que tenía algo que mostrarle, nos desviamos un poco del camino y llegamos a una de las calles menos transitadas de la zona. Le tomé el brazo y me puse en frente de ella, coloqué cada mano en su respectivo hombro (desde el punto de vista de la comodidad anatómica) y la miré a los ojos. Nos miramos por largo rato. Ella no se movía, esperaba algo, yo también lo esperaba. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido, sólo sé que no pasó nada. Era tal mi impresión y mi decepción que no sé cómo volví a casa, cuando me di cuenta estaba recostado en cama y sentía las lágrimas resbalar por las mejillas. Me incorporé y me asomé a la ventana, las lágrimas me llegaban ahora a la boca, sabían a una mezcla de vergüenza con decepción, pero más que nada sabían a pérdida. Había perdido algo más que la oportunidad de ser novio de Lea.

Ahora me doy cuenta de que tiene mucha lógica lo sucedido. Convertirme en humo era la muestra física de aquella sensación de libertad absoluta. El hecho de haberme sometido a demostrarle algo a alguien, de justificar mi existencia, había destruido esa libertad. Sin sensación no había muestra. De ahí todo fue para abajo. Mis notas subieron (no sé por qué pero esto siempre lo he visto como parte del declive), hice una carrera, mamá murió, dejé de ver a Lea y no me di cuenta hasta un par de semanas después, no he sabido más de ella. Tengo un trabajo que no me disgusta pero del cual huyo alegremente cada tarde, y eufóricamente cada fin de semana (sin mencionar festivos y vacaciones). Fumo como demente. No como necesidad física sino como necesidad mental. Puedo fumar por horas seguidas sin parar. Lo hago únicamente cuando estoy solo. Me maravilla ver el humo y recordar esos tiempos perdidos. Mi dentista y mi cardiólogo se han puesto de acuerdo para mandarme al psicólogo, ambos creen firmemente en mi mitomanía. Aseguran que no hay nada en mí que dé prueba de mi adicción infernal al tabaco. Lo tomo como un pequeño gesto de amabilidad de mi long lost capacity. Se refieren únicamente a la parte física, claramente. Si existieran resonancias del alma la cosa sería muy diferente, estaría seguramente en algún tratamiento intensivo. Por mientras, mis pulmones son los de un deportista y mis dientes blancos y perfectos. Como si eso importara. 

sábado, 17 de diciembre de 2011

De los disfraces...

Abre el armario vacío. Lo cierra. Lo abre. Lo vuelve a cerrar. No sabe qué ponerse para salir y sigue buscando en aquel armario aunque sabe que no hay nada. Quiere encontrar algo para caminar por las calles pidiendo dulce o truco y deseando que le respondan, siempre, truco. Lo que quiere es magia y novedad. Lo que quiere es algo que salga de lo común. Algo que la sorprenda, que la haga recordar el día, no como un Halloween más, sino como el comienzo de una nueva etapa. Una nueva etapa de algo que aún no define.

Es el primer Halloween que no se disfraza. Lo ha decidido así porque le parece confuso disfrazarse cuando ni siquiera sabe bien quién es. Le parece peligroso. Además de que la decisión de disfrazarse siempre es una proyección de algo interno. Qué te gustaría ser. Bajo qué te gustaría esconderte. Así que abre una vez más la puertecilla de madera aunque sabe que su respuesta no vendrá de ahí. No se molesta en cerrarla. Camina directo al espejo de la pared, se observa durante varios minutos, trata de visualizarse con algún disfraz. Y de pronto, con una lucidez que le marea, entiende que está haciéndolo al revés. Lo que debe hacer es intentar visualizarse sin el disfraz.