Cada vez que entro a ese baño, lo primero que pienso es: “este
baño es demasiado verde”. En realidad no es cierto, no puede serlo. Las
paredes, la tina y el váter son blancos; las baldosas y las cortinas son azul
cielo; la puerta es marrón y el espejo la dobla; las toallas son de varios
colores pero nunca verdes. Lo único verde es el juego que acaba de poner mi
casera en el lavabo para colocar el jabón líquido y el de barra, los cepillos y
la pasta de dientes. Son cuatro tonterías que hacen que para mí el baño sea
demasiado verde. El verde nunca ha sido
mi color favorito. Es más, por lo general no me gusta. Supongo que mi cerebro
hace alguna asociación mental entre el verde y algún estado de ánimo, algún
suceso, alguna anécdota...
Lo peor es que éste ni siquiera es un verde lorquiano, todo
lo contrario: es un verde vulgar y chillón. O así lo siento yo cada vez que
entro en las mañanas al baño y al encender la luz me llena violentamente la
vista alguno de los cuatro monstruitos (por lo general el del jabón líquido,
que es el más grande). Los detesto. No puedo deshacerme de ellos porque no son
míos, no es mi baño, no es mi casa. Misma razón por la que no puedo deshacerme
de otras tantas cosillas que me parecen clara muestra de mal gusto o de
acontecimientos sumamente privados que no me han sido compartidos y que
justifican su presencia. De cualquier modo, su función parece ser la de
recordarme lo ya mencionado: no es mi casa.
Me mudé a este pueblo porque necesitaba salirme del caos que
era mi ciudad… del caos que ES mi ciudad. Había llegado un punto en que ese
caos se me había metido ya por los ojos, por las orejas, por la nariz y por la boca.
Me había invadido y utilizaba mi cerebro cual ocupa. No había pedido permiso,
simplemente se había instalado ahí y parecía gozar de cambiar las cosas de
lugar, de hacer nudos de marinero, de abrir puertas que debían estar cerradas y
viceversa. Yo había llegado a la conclusión de que o el caos era uno sólo y
disfrutaba de violar el sello de privacidad de la gente que se le antojara, o
de que eran caos diferentes para cada persona y todos confabulaban para hacer
que las mentes caóticas (screwed minds,
mejor dicho) se encontraran.
Sea como sea yo había chocado de frente con otro caos
andante. Caminando por una avenida grande, a una de las pocas horas del día en
que hay poca gente en las calles de mi preciosa y repelente ciudad, con plenty of space to move, chocamos por
tener la vista de frente y la mente debajo, arriba, a los costados o todas las
anteriores. No fue amor a primera vista ni todo lo contrario. Fue lo que fue, y
todavía no sé qué fue. No pasó nada interesante, se me cayeron de la mano un
par de libros y pisé su vestido largo y pseudo-hippie. Sí que mis ojos se tomaron su tiempo para recorrer los
patrones amarillos y rosas del vestido antes de llegar a esos ojos escondidos
detrás de esas gafas tan redondas que sólo le podían quedar bien a ella. Yo en
cambio llevaba mis Levi’s de siempre y una camisa ligera y gris.
Probablemente ni siquiera nos hubiéramos dirigido la palabra de no ser porque
se detuvo un segundo y sacó de su bolso el mismo libro que se me había caído a
mí de la mano (me ahorro el título para no hacer esto demasiado personal). Es
probable que nos hayamos reído. Desde ese momento quise que fuera mi amiga, y
ella quiso lo mismo.
En realidad no me acuerdo de qué hablamos aquella vez, o
quién sugirió ir por un café. Estoy convencida de que ninguna de las dos
planeaba nada, al menos no a un nivel consciente. Por mala suerte (o buena suerte,
o yo qué sé) las dos teníamos al ocupa jugando al ajedrez con nuestras cabezas,
alimentándose de lecturas con personajes
igualmente caóticos, relaciones igualmente patológicas y demás. Pero esos
primeros días éramos dos amigas, dos niñas tomando el café, poniéndonos al
corriente de los hechos que considerábamos importantes de nuestras existencias como
si lleváramos toda la vida conociéndonos (y con la necesidad de hacerlo
justamente porque no era así). No quiero
hablar mucho de ella, no quiero decir quién era ni quiénes eran sus padres, no
quiero decir qué hacía (aunque tarde o temprano puede que lo diga), no quiero
decir muchas cosas porque las tengo demasiado presentes todo el tiempo. No quiero
decir su nombre. Prefiero referirme a ella con una letra elegida al azar entre
todas las letras… la “U”, porque es vocal y parece tímida. En realidad porque sí. Siendo coherente en el
relato de la historia con la historia misma, todo lo que hacíamos lo hacíamos
porque sí, porque nos apetecía, porque queríamos, porque no esperábamos
encontrar comprensión ni tolerancia en ninguna parte –principalmente porque no
la buscábamos-. No buscábamos nada porque sin buscar habíamos encontrado ya lo
que creíamos que nos llenaba. No sé si llamarlo mentira o error. O los dos.
Ni U ni yo estábamos especialmente involucradas en la
política, pero como la mayoría de los estudiantes creíamos en un posible cambio.
Íbamos a alguna que otra marcha, leíamos a ciertos autores, nos deleitábamos en
crear a base de conversaciones sistemas imaginarios que podrían haber
funcionado si hubiéramos vivido en la utopía necesaria. Todo lo que hablábamos
siempre (incluida la no-política) requería de esa utopía cuya ausencia
notábamos como un dolor molesto, siempre ahí, constante pero soportable. Cuando
nos reíamos, cuando le daba la mano, cuando se estrellaban nuestras miradas,
cuando me cogía de la cintura, cuando todo parecía magia, estaba ese doble
fondo que se dejaba ver en el sombrero, la destrucción de una pompa de jabón, Santa
Claus con la ropa de papá, un comentario ácido que se burlaba de nosotras.
A decir verdad no teníamos almas revolucionarias. Sin
necesidad de decirle nada a la otra, nos encargábamos de averiguar lo
suficiente de las marchas y protestas como para asegurarnos de que eran
fundamentalmente pacíficas. Éramos anarquistas sólo en nuestra utopía de mesa
de café. Por eso mismo toda la historia es aun más triste. Por eso la broma es
aun más grotescamente graciosa. Fuimos porque nuestros amigos iban. Fuimos en
nombre de nuestra pequeña utopía. Fuimos porque sus gafas y mis pendientes eran
claros indicativos de nuestra condición de intelectuales. Fuimos porque cómo no
íbamos a ir. Fuimos por todas las razones equivocadas y al mismo tiempo fuimos
por todas las razones correctas.
Íbamos riendo y hablando bien fuerte, como casi todos a
nuestro alrededor. Cientos de estudiantes medio caminando, medio saltando, en
grupos de dos, de tres y a fin de cuentas en un enorme grupo de más de trescientas
personas. Éramos un líquido revolucionario-burgués. El llamado había dejado muy
claro que era un movimiento pacífico… PA-CÍ-FI-CO. Lástima que nos enteramos
nosotros pero no las macanas. Esas macanas que llegaron al caer la tarde. El
sol las ponía rojas rojas rojas, como si estuvieran muy calientes y por tanto
quemaran. En realidad, quemaban. Cuando se hizo el recuento de nuestro “movimiento”,
se contaron varias ventanas rotas, coches con los cofres hundidos, cosas
quemadas, cafés asaltados y tres muertos. Sólo se olvidó decir que los estragos
corrieron por parte de las macanas. Se les olvidó. Igual que se les olvidó
decir que U era estudiante, que U llevaba unas bonitas gafas redondas de
montura gruesa, que su vestido no era en realidad rojo. Se les olvidaron tantas cosas. Y por eso mismo
soy yo quien tiene que recordarlas siempre. Cargar con ellas siempre. Ver el
verde y acordarme del logo de un partido político detrás de unas macanas
intolerantes.
Huyo, pero lo que dice Cavafis es cierto: “No hay tierra
nueva, amigo mío, pues la ciudad te seguirá[…]”. Y me sigue. El problema es que
los muertos se olvidan. Los cristales rotos de las ventanas importan más que
los cristales de las gafas, el símbolo de la alteración del orden vale más que
el símbolo de la represión. Al final no importa quién rompió qué, el punto es
que no se vuelva a romper. Más vale cerrar la boca y mirar a otro lado. Siempre
es mejor mirar a otro lado. Siendo mudos somos intocables. ¿No?
U preciosa, me acuerdo de ti todas las mañanas cuando el
verde me ataca. Me acuerdo de tus ojos detrás de las gafas y me acuerdo de las
gafas. Me acuerdo de los días felices aun en medio de la podredumbre de eso que
llamaban patria y me acuerdo de las últimas miradas justo antes de que esa
podredumbre nos alcanzara con gritos, golpes y agua a presión. Y quienes quieran
olvidarse del olor insoportable de esos días bajo los cuales crecía y se
gestaba un hervidero de moscas y mierda, que se olviden, no los culpo. Yo
prefiero intentar olvidar de dónde vengo, evitar los espejos para no recordar
mi imagen, cerrar los ojos para no verte en ellos.