MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

lunes, 19 de marzo de 2012

De las peceras...

Salió del apartamento y caminó calle abajo. Después de caminar alrededor de cinco minutos se encontró justo enfrente de las escaleras del metro. Una… dos… tres paradas y bajó en automático. Salió, el aire frío lastimaba. Se ajustó el abrigo cubriendo casi la mitad de la cara. Caminaba viendo las lozas sin realmente mirarlas. Le eran tan ajenas. Todo le era tan ajeno.
Había días que se levantaba, de esos días en que no hay mucho que hacer y la vida parece tranquila, y al ver hacia la ventana: lloraba. Lloraba por lo ajeno que se sentía. Esa ciudad tan bonita detrás de las ventanas no era suya. Y la otra, la no tan bonita (no se atrevería jamás a llamarla fea de nuevo), si no era suya al menos sí tenía todo lo suyo. Su casa, sus calles, su cuarto, sus libros (la mayoría de ellos al menos), su cama, sus ventanas, su ciudad detrás de sus ventanas y sus caras conocidas. Sus caras queridas. Cuán queridas.
De cualquier modo, ese no era uno de los días en que lloraba viendo a la ventana. Ese era un día un poco diferente, no mucho, pero sí un poco. Era día de acuario, cosa que sucedía cada tres o cuatro semanas. Ya que la mayoría de los museos son gratis en domingo, intentaba siempre aprovechar la circunstancia. Y aunque el acuario no fuera propiamente un museo, entraba en la promoción. Por lo general hacía el esfuerzo por conocer nuevos museos aunque estuvieran lejos, o ver nuevas exposiciones, o algo diferente. Sin embargo, el acuario se repetía con cierta regularidad (aunque cada vez más). Era como el postre. Siempre sentía, al ir a otros museos, que estaba cumpliendo con un tipo de obligación auto-impuesta. Como comer el plato de verduras para llegar al helado.
Algunos de los otros museístas (en este caso acuaristas) se cuidaban muy bien de guardar las distancias con el tipo raro de la pecera grande, ese que se quedaba tanto tiempo casi pegado al cristal y que de vez en cuando se reía quedito –o no tan quedito. Otros ni lo veían, los más en realidad. Los guardias y guías del museo ya lo conocían y no se inmutaban en lo más mínimo. Incluso había una chica, que cuando coincidían, le conseguía silla, y en una ocasión en que hacía frío por un problema con la calefacción, le consiguió también una mantilla.
Nadie en su ciudad, en la no tan bonita, sabía de esta costumbrilla. A saber si se hubieran alterado o si lo hubieran encontrado gracioso, como tantas otras cosas que hacía a las que ya estaban acostumbrados. Curioso que en verdad los hacía partícipes de todo menos eso, al menos de todo lo que valoraba o consideraba importante, simpático, triste, preocupante, impresionante o emotivo de cualquier modo. Pero de eso no. Era como su secreto. Era como si nadie más supiera del acuario, para él todos los demás acuaristas eran en realidad sombras. En su mayoría sombras brutas e insensibles que ignoraban lo más bello para poner atención a lo más ordinario. Sombras que invariablemente golpeaban los cristales y se reían cuando todos los peces reaccionaban al beat. Sombras que admiraban las cosas por su tamaño y no por su detalle; la trucha gigante en vez de las anémonas de colores. Sombras que no se quedaban suficiente tiempo frente al cristal negro como para ver que las lucecillas que brillaban dentro eran medusas u otros animales de las profundidades con luz propia. Qué asco de sombras.
Él, cada vez, recorría pausadamente el acuario, daba a cada pecera por más chica o grande, una parte de su tiempo. Pero al final le gustaba regresar a la pecera grande y quedarse ahí el resto de su día. Regresaba a ella no por grande sino porque ese tamaño le daba la posibilidad de la variedad. Le resultaba hilarante lo claramente que se podía ver la vida después de observar la pecera, por eso a veces se reía. Se daba cuenta que la gente no era tan diferente de los peces. Que era todo igual de básico. La ley de Herodes controlada al igual que el ambiente es controlado en la pecera para que el tiburón no mate a todos los pececillos de colores y ese tipo de cosas. Resultaría cansino decirlo por lo obvio que es nada más pensarlo un poco.  
Se sentía en paz después de cada una de estas visitas. Se sentía menos ajeno. Entendía que la gente era igual en todas partes, que la gente de la ciudad bonita era en esencia igual a la de su ciudad no tan bonita. Entendía que la única distinción la hacía él. En pocas palabras era como ir a una sesión de optimismo puro, de superación personal. El problema es que siempre se le terminaba olvidando. Con el tiempo cada vez pasaba más rápido. Últimamente, regresaba a sus lágrimas a los dos o tres días de haber suministrado su dosis acuárica. Cuando iba, los guías tenían que pedirle, casi forzarle a que saliera a la hora del cierre. Inclusive un par de veces le habían dicho que se alejara un poco de la pecera porque estaba tan pegado al cristal que no permitía a los demás acuaristas apreciarla en su totalidad. Empezaba a sentir que su “hobbie” se le iba de las manos. Se daba cuenta que ya cuando veía a sus peces favoritos perdía un poco el control. Le entraban ganas de atravesar el cristal, de volverse un pez o un alga o lo que fuera con tal de estar dentro de ese ambiente tan controlado y tan simple. Quería estar en ese lugar en que las cosas eran tan claras y tan bonitas.
Qué triste cuando llegó y lo encontró cerrado. Qué desesperación. El guardia, que lo conocía, le explicó que la pecera grande se había roto por un problema de presión bla bla bla. No escuchó nada a partir de ahí. Se había roto. El mundo controlado, el mundo bonito, el mundo simple, el mundo se había roto. No podía ser, el mundo no podía romperse así nada más. Porque ¿cuál era la metáfora para eso? ¿O al revés: de qué era eso la metáfora, el paralelismo? ¿Cuál era el mundo? La ciudad bonita no podía ser el mundo, porque era sólo una ciudad. La pecera parecía mucho más completa, era tan tangible… y se había roto. Se había roto la pecera y con ella todo se había roto. Él se había roto por dentro, o terminado de romper. Para fines prácticos: lo mismo. Pero algo tenía que ser coherente en ese caos. Tenía que encontrar la coherencia. Qué desequilibrio. Eso no podía ser. Él, que siempre había buscado la unidad, no podía romperse sólo de dentro.  Entendía su misión. Era el único capaz de regresar el orden al mundo porque era el único que lo veía. Las sombras no podían romperse porque eran nada, eran materia oscura, insustancial, incompleta.
Y así se quedó, cavilando. El guardia siguió hablando por varios minutos bla bla bla los peces estaban bien. ¿Qué peces? Bla bla bla tan sólo había sido una pequeña fuga, nada grave. Bla bla bla en un par de horas estaría abierto. Pero las palabras ya no lo alcanzaron, la decisión, la ruptura estaba hecha. Si acaso era cuestión de tiempo, no se podía culpar al guardia por empezar la noticia tan alarmistamente. Nada de investigación por homicidio. En una carta dirigida a una persona sin cara en una ciudad no tan bonita, sólo decía que alguien tenía que hacerse cargo de unos gastos, de unas cosas, de un entierro, de todo. Ninguna noticia de la pecera, ninguna sombra acuarista que relacionara ambos hechos o siquiera recordara al “hombre de la pecera grande”. Nada ni nadie en esa ciudad bonita y ajena.