Quien
hable de estar enamorado en París es porque no ha estado enamorado en Madrid.
Tú puedes ir caminando por las calles con tu pena cogida a las pestañas,
incluso a tus pasos y nadie te dedicará siquiera una mirada (al menos no por
eso, no de complicidad). Te puedes meter a un café en invierno, o sentarte en
una banca de alguna calle o parque en verano y tu invisibilidad será perfecta y
completa. Irás caminando contracorriente cuando bajes del metro en Atocha y te
encuentres con una manifestación en contra de los recortes de presupuesto en el
área de educación o salud y no vas a estorbar porque nadie te verá mientras
luchas estúpidamente por llegar al café de la esquina, al café de la plaza, al
café que sea.
La
manifestación será de tal a tal hora, y cuando termine podrás ver el sitio que
escogiste para cavilar tu pena o tu pseudo pena o incluso tu alegría llenarse
lentamente de gente con camisas rojas o verdes (según sea lo que estén
defendiendo), hambrienta después de tan ferviente demostración de postura. No
hay problema porque seguirás siendo invisible. Estarás seguro mientras dure la
luz del día. Eso sí, si decides aventurarte a ir de marcha violando horas de
sueño, el disfraz de enamorado pierde toda su efectividad. Ya puedes entrar a
cualquier lugar que de pronto todos estarán detrás de vitrinas de museos o de
escaparates del Corte Inglés y al mismo tiempo se habrán vuelto finísimos
críticos de arte y de moda, incluyéndote. Lo que dure tu marcha (siempre y
cuando no exceda la hora a la que abre el metro) formarás –voluntaria o
involuntariamente- parte de este juego.
Si
sales victorioso de esto y vuelves a casa solo, tambaleándote primero hacia
Plaza Cibeles y una vez encontrado el bus a casa, bajado donde te corresponde y
entrado silenciosamente en tu piso como si a alguien en realidad le importara
tu llegada o el ruido que haces con tu llegada, todo estará bien. La mañana
siguiente puedes regresar a ser un enamorado invisible y si eres medianamente
afortunado verás a la persona que si la vida fuera justa te daría una cuota
mensual para pagar todos los cafés que has tenido (sí, que has tenido
obligatoriamente) que comprar para poder dedicarle como es debido un lapso de
tiempo en tu inacabable tren de pensamiento. Es posible que pases un buen rato
(nunca tan bueno como inconscientemente habías esperado y mucho menos tan bueno
como recordarás después) y en cuanto subas al metro o al bus habiéndote separado,
te preguntes a cuenta de qué viene el suspiro que acaba de escaparse de tus
oxitocinosas entrañas al sacar el abono de transporte y pasarlo por el sensor.
Por
otro lado, es difícil concentrarse en Madrid durante el verano. No querrás para
nada estar en casa, pero al salir te encontrarás con las calles llenas de
gente, los motivos son variados pero siempre secundarios. La gente sale por
salir, porque todos piensan como tú: ¿Por qué quedarse en casa si brilla el
sol, si hacen más de treintaicinco grados, si no soporto estas cuatro paredes
(o cinco o seis o las que sean)? Por eso los libros se vuelven una solución
complicada. Uno siempre podría volcarse en las letras si no viviera en una
surrealidad tan tangente. Pero ¿quién puede leer a Henry Miller con su visión
tan práctica y visceral cuando parece que André Bretón se encargó de diseñar la
situación de la ciudad en que bucea? Puro Surrealismo o irrealidad o las dos
(difícil de saber). La gente en Madrid parece querer ahogar la crisis con
jarras de cerveza o de tinto de verano. O al menos es fácil llevarse esa
impresión. Sino sólo hay que preguntarle a los guiris que visitan España y se embriagan con la falta de lluvia y
el exceso de gritos y risas como si en ello se les fuera la vida. Aquí parece
que todo el mundo vive (al menos según el concepto occidentalizado que se tiene
de lo que es vivir) y de uno u otro modo hay que alcanzarla. Hay que explotar con
ellos para poder regresar a la realidad más tangible de la que venimos (guiris y latinos y lo que sea).
Echo de
menos la bella ciudad exacerbadamente agobiante de la que vengo. Esa ciudad que
la nostalgia convierte en un lugar interesante, históricamente profundo y hasta
(no vale preguntar cómo) melancólico. Vengo de una ciudad ideal para pensar en
ella desde aquí, una ciudad que tiene el papel de ciudad de origen y de ancla a
la realidad. La Península Ibérica tuvo que ser seguramente fuente de
inspiración para la idea de la Isla del Nunca Jamás, para terminar de hacerse a
la idea basta con visitar Portugal. Mi ciudad en cambio haría mejor el papel de
niño perdido, de un niño caprichoso, desordenado e iracundo al que sin embargo
se le perdona todo al conocer su estado de orfandad. Así es. Vengo de una
ciudad, de un país huérfano, al que no se le puede recriminar absolutamente
nada porque las vicisitudes que ha tenido que enfrentar lo han obligado a forjarse
el carácter que tiene. Y al final no puedes más que quererlo (de cerca o de
lejos, quererlo). España es la Madre Patria, pero es una madre muy joven (no
diré que demasiado) que aún quiere divertirse. Y es tan linda y gusta tanto que
la necesidad de volver al niño perdido es inminente. Mi bonito niño perdido. No
puedo evitar pensar en Mariana, y sin importar quién tome el papel de Carlitos
y quién el de José Emilio Pacheco, cómo no enamorarse de ella siendo un niño
perdido.
Mucha
gente habla de enamorarse en (e incluso de) París. Por lo que entiendo es un poco
como tener una mano que te estruja los lagrimales. Sin embargo, enamorarte en
(o de) Madrid es como tener un algo (cualquier cosa) que te seca los
lagrimales. Te da una sed incomprensible que te sofoca. Es más difícil llorar
en climas secos, al menos en lo que a figuras retóricas se refiere. Todo esto
siempre hablándolo como un foráneo, extranjero, agente invasor y ajeno. Un
criterio sumamente subjetivo que por el hecho de no servir es necesario. Hay
que darse rienda suelta en lo que no es útil, ya que es lo más cercano a la
libertad. El arte es algo inútil que necesitamos para vivir y para lograr
nuestra condición humana, o tal vez es justo lo que nos exime de la misma.
Sería una explicación casi plausible para que después de Cervantes, Dalí,
Picasso, Gris, Calderón, Lorca y una lista interminable de nombres, que por falta
de tiempo y cultura no puedo mencionar, Madrid parezca la isla de James Matthew
Barrie y su necio protagonista y la Ciudad de México parezca la Ciudad de
México, una vanguardia incomprendida y embriagante que se cuece aparte, que se
contagia ligeramente –como el mezcal- de las esencias que tiene cerca. Es por
eso que a quien no le gusta el mezcal es sólo porque no termina de entenderlo.