MIEDO DA A VECES COGER UNA PLUMA

"Miedo da a veces coger una pluma y ponerse a escribir,
miedo da a veces tener miedo a tener miedo [...]"
Gloria Fuertes

sábado, 15 de septiembre de 2012

De James Matthew Barrie...


Quien hable de estar enamorado en París es porque no ha estado enamorado en Madrid. Tú puedes ir caminando por las calles con tu pena cogida a las pestañas, incluso a tus pasos y nadie te dedicará siquiera una mirada (al menos no por eso, no de complicidad). Te puedes meter a un café en invierno, o sentarte en una banca de alguna calle o parque en verano y tu invisibilidad será perfecta y completa. Irás caminando contracorriente cuando bajes del metro en Atocha y te encuentres con una manifestación en contra de los recortes de presupuesto en el área de educación o salud y no vas a estorbar porque nadie te verá mientras luchas estúpidamente por llegar al café de la esquina, al café de la plaza, al café que sea.

La manifestación será de tal a tal hora, y cuando termine podrás ver el sitio que escogiste para cavilar tu pena o tu pseudo pena o incluso tu alegría llenarse lentamente de gente con camisas rojas o verdes (según sea lo que estén defendiendo), hambrienta después de tan ferviente demostración de postura. No hay problema porque seguirás siendo invisible. Estarás seguro mientras dure la luz del día. Eso sí, si decides aventurarte a ir de marcha violando horas de sueño, el disfraz de enamorado pierde toda su efectividad. Ya puedes entrar a cualquier lugar que de pronto todos estarán detrás de vitrinas de museos o de escaparates del Corte Inglés y al mismo tiempo se habrán vuelto finísimos críticos de arte y de moda, incluyéndote. Lo que dure tu marcha (siempre y cuando no exceda la hora a la que abre el metro) formarás –voluntaria o involuntariamente- parte de este juego.

Si sales victorioso de esto y vuelves a casa solo, tambaleándote primero hacia Plaza Cibeles y una vez encontrado el bus a casa, bajado donde te corresponde y entrado silenciosamente en tu piso como si a alguien en realidad le importara tu llegada o el ruido que haces con tu llegada, todo estará bien. La mañana siguiente puedes regresar a ser un enamorado invisible y si eres medianamente afortunado verás a la persona que si la vida fuera justa te daría una cuota mensual para pagar todos los cafés que has tenido (sí, que has tenido obligatoriamente) que comprar para poder dedicarle como es debido un lapso de tiempo en tu inacabable tren de pensamiento. Es posible que pases un buen rato (nunca tan bueno como inconscientemente habías esperado y mucho menos tan bueno como recordarás después) y en cuanto subas al metro o al bus habiéndote separado, te preguntes a cuenta de qué viene el suspiro que acaba de escaparse de tus oxitocinosas entrañas al sacar el abono de transporte y pasarlo por el sensor.

Por otro lado, es difícil concentrarse en Madrid durante el verano. No querrás para nada estar en casa, pero al salir te encontrarás con las calles llenas de gente, los motivos son variados pero siempre secundarios. La gente sale por salir, porque todos piensan como tú: ¿Por qué quedarse en casa si brilla el sol, si hacen más de treintaicinco grados, si no soporto estas cuatro paredes (o cinco o seis o las que sean)? Por eso los libros se vuelven una solución complicada. Uno siempre podría volcarse en las letras si no viviera en una surrealidad tan tangente. Pero ¿quién puede leer a Henry Miller con su visión tan práctica y visceral cuando parece que André Bretón se encargó de diseñar la situación de la ciudad en que bucea? Puro Surrealismo o irrealidad o las dos (difícil de saber). La gente en Madrid parece querer ahogar la crisis con jarras de cerveza o de tinto de verano. O al menos es fácil llevarse esa impresión. Sino sólo hay que preguntarle a los guiris que visitan España y se embriagan con la falta de lluvia y el exceso de gritos y risas como si en ello se les fuera la vida. Aquí parece que todo el mundo vive (al menos según el concepto occidentalizado que se tiene de lo que es vivir) y de uno u otro modo hay que alcanzarla. Hay que explotar con ellos para poder regresar a la realidad más tangible de la que venimos (guiris y latinos y lo que sea).

Echo de menos la bella ciudad exacerbadamente agobiante de la que vengo. Esa ciudad que la nostalgia convierte en un lugar interesante, históricamente profundo y hasta (no vale preguntar cómo) melancólico. Vengo de una ciudad ideal para pensar en ella desde aquí, una ciudad que tiene el papel de ciudad de origen y de ancla a la realidad. La Península Ibérica tuvo que ser seguramente fuente de inspiración para la idea de la Isla del Nunca Jamás, para terminar de hacerse a la idea basta con visitar Portugal. Mi ciudad en cambio haría mejor el papel de niño perdido, de un niño caprichoso, desordenado e iracundo al que sin embargo se le perdona todo al conocer su estado de orfandad. Así es. Vengo de una ciudad, de un país huérfano, al que no se le puede recriminar absolutamente nada porque las vicisitudes que ha tenido que enfrentar lo han obligado a forjarse el carácter que tiene. Y al final no puedes más que quererlo (de cerca o de lejos, quererlo). España es la Madre Patria, pero es una madre muy joven (no diré que demasiado) que aún quiere divertirse. Y es tan linda y gusta tanto que la necesidad de volver al niño perdido es inminente. Mi bonito niño perdido. No puedo evitar pensar en Mariana, y sin importar quién tome el papel de Carlitos y quién el de José Emilio Pacheco, cómo no enamorarse de ella siendo un niño perdido.

Mucha gente habla de enamorarse en (e incluso de) París. Por lo que entiendo es un poco como tener una mano que te estruja los lagrimales. Sin embargo, enamorarte en (o de) Madrid es como tener un algo (cualquier cosa) que te seca los lagrimales. Te da una sed incomprensible que te sofoca. Es más difícil llorar en climas secos, al menos en lo que a figuras retóricas se refiere. Todo esto siempre hablándolo como un foráneo, extranjero, agente invasor y ajeno. Un criterio sumamente subjetivo que por el hecho de no servir es necesario. Hay que darse rienda suelta en lo que no es útil, ya que es lo más cercano a la libertad. El arte es algo inútil que necesitamos para vivir y para lograr nuestra condición humana, o tal vez es justo lo que nos exime de la misma. Sería una explicación casi plausible para que después de Cervantes, Dalí, Picasso, Gris, Calderón, Lorca y una lista interminable de nombres, que por falta de tiempo y cultura no puedo mencionar, Madrid parezca la isla de James Matthew Barrie y su necio protagonista y la Ciudad de México parezca la Ciudad de México, una vanguardia incomprendida y embriagante que se cuece aparte, que se contagia ligeramente –como el mezcal- de las esencias que tiene cerca. Es por eso que a quien no le gusta el mezcal es sólo porque no termina de entenderlo.  

lunes, 10 de septiembre de 2012

Del tiempo libre...


Había algo que le gustaba hacer. Le gustaba meterse a los pequeños bares o cafeterías, pedir un café con leche y sentarse a leer, a escribir o a pensar en lo que podía leer y escribir. A veces también le gustaba inventarse historias, verosímiles o inverosímiles. No importa, historias. Después de un rato, de un tiempo siempre diferente, se levantaba y salía a las calles. Caminaba hacia algún lugar de la cuidad, tampoco importa qué ciudad. Eso sí, tenía que ser de Europa o de América porque de lo demás no conocía lo suficiente como para que diera igual. Un día tendría que ir a África a ver si le quedaba todo más claro. ¿El qué? No importa. Tenía algo con eso de los orígenes, constantemente intentando descubrir el origen de cada cosa, o de cada cosa que le pareciera importante, curiosa, interesante o divertida, al menos (aunque fuera sólo de voz para afuera).

No hay mucho que contar, en medio de un verano que pronto abdicaría a favor del otoño se iban los días –sus días. Trabajos ocasionales que buscaba con esfuerzo desganado, conversaciones que buscaba y suscitaba como, cuando y con quien fuera (tenía preferencias, pero si éstas no eran posibles fácilmente podía sustituirlas), caminatas largas, a veces necesarias pero mayoritariamente no. Y siempre una habitación (ni muy grande ni muy pequeña) de paredes blancas, esperando. Lo único de valor en ese cubo eran los libros; libros usados de librerías ubicadas en centros pseudo-culturales de diferentes ciudades. Fuera de eso: nada. Ropa, partituras, unos pocos objetos decorativos y más que nada estantes, vacíos sin importar qué tanto tuvieran encima. Una cárcel por la que pagaba un considerable alquiler, en una zona que es mejor no describir y de la cuál huía todos los días tan pronto le era posible y a la cual regresaba casi todos los días postergando el momento tanto como le era posible.

Desde hacía meses todo parecía espera, una larga espera. Los nuevos ciclos se tomaban su tiempo en comenzar. La nostalgia de lugares lejanos y conocidos se instalaba en sus pestañas y más tardes de las que podía contar se condensaba en agua y sal que bajaban enredadas por la cara, por los hombros, por el ombligo, por los muslos. Ni siquiera era tristeza, era nostalgia pura, siempre amenazando con volverse permanente. De haber tenido otro tipo de temperamento, otro tipo de patologías, patrones o discurso, se hubiera olvidado pronto de todos estos procesos sumamente imprácticos, incómodos e inconvenientes. Pero de haber tenido otro temperamento, otro tipo de patologías, patrones o discurso, la situación probablemente nunca hubiera llegado al mismo punto en el que ahora estaba. Una vez más, no importa. Todo era así, y de no haber sido no sería y yo sé que tú sabes que yo sé que sabes.

Y entonces, por qué no, vamos a escuchar a Mozart porque no se puede concentrar. ¿Para hacer qué? No importa, no se puede concentrar y ya está. Tan ariscas las propias voces internas unas con otras. A más de una no le ha gustado la respuesta y se desata una discusión álgida, violenta y, más que nada, sin sentido alguno. Jugando a Alicia en lo que el reloj marca y media y tiene excusa para partir al no sé qué. Obsesivamente puntual, u obsesivamente huyamos-para-no-pensar. Sin embargo, hace unos párrafos he mencionado que le gusta pensar. Así es esto, hay momentos para todas las cosas. Y sin embargo no hay cosas para todos los momentos. Y si las hay pueden ser muy (jodidamente) difíciles de encontrar, no cualquiera. Éste, al menos, no era el caso(o no siempre (o no usualmente)).

Y de camino de regreso a la cárcel blanca, con el afán ya mencionado de postergar, se detiene a llevar a cabo su ritual (también ya mencionado) favorito: tomar un café con leche en el lugarcillo elegido de entre todos los lugarcillos de la zona que más que elegida a consciencia fue resultado de un juego de azares y circunstancias no planeadas. Esta vez no imagina una historia inverosímil. Esta vez simplemente piensa en todos esos ciclos que tan ansiosamente espera y que están a punto de comenzar. Luego se dedica a recordar todos aquellos otros ciclos cuya consistencia líquida la ahogaba hasta hacía poco tiempo. Pensaba en éstas y otras cosas sin sentido. En el fondo sabía que lo que le gustaba era la montaña rusa, sentir por sentir, lo que fuera menos la calma. El histrionismo por el histrionismo mismo. Entonces, en épocas de paz, recurrir a la ansiedad y a la desesperación para fingir que no existe la calma, se convertía en una solución patológicamente fácil. Vamos a provocarnos el vómito porque no nos gusta que nuestros Yos (yoseseseseseses) estén todos en armonía, necesitamos debate interno que sin ése no hay externo. Si las voces no hablan parece que está uno solo. ¿Y a quién le gusta estar solo?