No es
hora de saber a dónde mirar. No es hora de saber nada. No es hora de nada. No
es hora. Por eso no sé nada. Ni quiero. El
reloj se ha parado. Mira: ha dejado de sonar. Y aun así es hora de irte. Eterna
medianoche, es hora de que te vayas. Siempre es esa hora. Aun en el reloj que
te he pintado en la muñeca, esa muñeca pálida a la que nunca termina de llegar
el verano. Manecillas negras en un fondo blanco que no avanzan pero que tampoco
se paran. Si existe el destino, se puede ver claramente en esas manecillas. Yo
no quiero que te vayas, pero es hora. Es hora de irte.
Hay una
imagen de dos personas corriendo por una calle, una avenida interminable. Van
de la mano y nunca se sueltan. No sé a dónde quieran llegar, pero siguen
corriendo y de vez en cuando se miran a los ojos. A momentos parece que algo las
persigue, pero en la calle nunca aparece nadie, ni delante ni detrás, están solas.
La imagen permanece. Ellas intercambian lugares, a veces una guía y a veces la
otra. Ninguna pregunta hacia dónde van, aunque ninguna parece saberlo. Es una
imagen, sólo una imagen. Siempre ha estado ahí. Es hora de irte.
Sol de
finales de primavera. Desaparecen los ojos de este mundo detrás de gafas
oscuras con marcos de colores. La calle se calienta y es insoportable caminar.
Se pueden buscar las sombras sin la menor esperanza. El metro es un refugio.
Quiero llegar a la estación en que me bajo y al mismo tiempo no quiero salir de
aquí. Cuando el reloj sigue marcando la misma hora me pregunto por qué no
podemos quedarnos siempre en un refugio, ése o el que sea, ése o las manecillas
estáticas. Es hora de irte.