Me
pides que no cante cuando llega la noche. Me pides que no intente arrullarte al
final del día. Me pides que no pase la mano por tu cabello. Me pides tantas
cosas. Y no sé si yo puedo darte una luna de música sin notas, las buenas noches
con trino mudo, una caricia distante como un “adiós”. Me pides oído sordo a tu
respiración, me pides no aprenderme tu ritmo, me pides mantener la sábana
fresca con mi ausencia. Pero la sábana se calienta sola cuando por las noches
abro las puertas del sueño y me encuentro contigo y eres tan real que destronas
cada vez a tu recuerdo. Y me invitas con sonrisa de verdad bíblica al abrazo.
Sé que
un día dejará de dolerme tu recuerdo. Dejará de obsesionarme la imagen de tu
cabeza alejándose entre la gente un mediodía de otoño, la primera vez que tuve
miedo de no volver a verte. ¿Alguna vez fuimos felices? Si me sé de memoria la
melodía de tu risa, debe ser porque la escuché muchas veces. Tengo en los dedos
la sensación de agua que se escapa, tu pelo como agua oscura de noche sin luna
con estrellas ocasionales. Un abrazo desesperado a tu cintura que ya es aire
cuando logro acercarme. Campanas tus palabras que sonaban un “te quiero”
caprichoso los días sin misa.
Eras mi
espejo, la plata líquida que temblaba con mis dedos. El pájaro que sólo cantaba
en las mañanas en que yo dormía más allá de la hora. Un timbre sin respuesta en
una casa sin puerta. Un teléfono que suena y suena y suena y suena. Y aún hoy,
por algún motivo, después de pedirme que no vuelva a hacerte ruido, tú sigues
sonando. Lo que era un eco de baile con vestidos de colores, lo que era una
pestaña del deseo, lo que era el primer beso torpe, la voluptuosidad inocente,
una carrera sin motivo, mejillas calientes y narices frías por un paseo en el parque,
lo que era todo lo que era, hoy es sólo el aire que queda atrapado entre las
miradas de despedida sordomuda.