A veces, me sigo sintiendo la misma niña perdida. La niña
que se giró para tomarle la mano a su madre y se la tomó a un extraño.
Desengaño que llega hasta lo más hondo del pecho. Y como si quemara, el reflejo
tardío de intentar soltarme, de gritar, de llorar. Todos esos sueños sobre
monstruos tirándome de los pies para impedirme salir a la superficie a
respirar.
Dos golpes, despertar, el corazón en los oídos y en las
puntas de los dedos. Calla, corazón, no hagas tanto ruido que despertarás los
recuerdos. Pensar en volver, siempre pensar en volver. Pero no se puede volver
porque no hay nada ahí para nosotros, para los niños perdidos que hemos huido
buscando algo más, buscando cualquier cosa, cualquier otra imitación de la vida
o la felicidad.
Y, sin embargo, buscar siempre mirando hacia atrás. Buscar
algo nuevo en lo que sabemos viejo: un detalle, algo que se nos haya pasado y
que nos dé la excusa o la justificación para volver sobre nuestros pasos y
decir a los cuatro vientos y al abrazo perdido: me equivoqué.
No hay comentarios:
Publicar un comentario